
En un lugar de la
Grecia Antigua, cercano al mar y rodeado de colinas de olivo
vivia Faetón, joven de frondosa
iluminosa cabellera, hijo de Helios, el dios Sol
Su infancia transcurrió tranquila y
felíz, al lado de ese mar que tanto amaba. De día jugaba en las playas de arena tibia con sus compañeros y hermanas, haciendo carreras, nadando o admirando los altos que daban los delfines entre las olas. Algunas veces se aventuraba mar adentro en bote de remo y pasaba largas horas, muy quieto, pescando con un delgado cordel. De rato en rato miraba el cielo y al ver el esplendor del sol se sentía orgulloso de ser su hijo.
En las tardes,
volvia a su casa donde lo
esperabva su madre, la ninfa
Climene, y al oscurecer salia a mirar el manto estrellado de la noche. ¿Dónde estaba a esta hora Helios su padre? Terminando el recorrido del día, el Sol
descanzaba, dejándole su lugar a la noche.
Conversación de Faetón con su Madre.
-¿Qué pasa hijo?
Faetón le respondió:
-Mi amigo
Epafos dice que soy un mentiroso, que no soy hijo del Sol.
Su madre le contestó:
-
Epafos no sabe lo que dice. Tu eres hijo de Helios, el dios Sol. Ese que sale
temprtano detrás de la dios Aurora en las mañanas y que al atardecer se oculta es, de veras, tu padre.
Faetón , emocionado dijo entonces:
-Madre, voy a emprender un largo viaje. Quiero ir en busca de mi padre. Tengo ansias de conocerlo y de ver de cerca su divino esplendor.
La madre de Faetón asintió:
-Ve hijo mío, y busca a tu padre. Ve siempre por el camino que lleva al Oriente -le indicó su madre.
En su llegada atravesó una pesada
rteja de oro y empezó a subir. la luz dorada lo encandilaba y tuvo que detenerse un momento y cerrar los ojos hasta acostumbrarse al resplandor.
Una vez arriba, vio una gran puerta. La empujó y entró a una sala muy brillante, con techo de marfil pulido. Después de unos minutos, pudo distinguir a Helios.
Helios, cuyos ojos veían todas la cosas, notó la entrada de Faetón en la sala e inmediatamente lo reconoció y le preguntó:
-¿Qué ocurre, hijo?- preguntó el dios a Faetón- ¿Qué pena te apesadumbra? ¿Qué te falta allá, sobre la Tierra?
-Padre mío: tu indiferencia hacia mí cuando pasas, guiando tus corceles por la ruta del cielo, hace pensar a los hombres que no es cierto que soy hijo tuyo. Necesito demostrarles que están en un error. A decir verdad, yo mismo dudo a veces de que seas realmente mi padre.
-¡No lo dudes, Faetón! Tú eres hijo mío, te lo aseguro. Para darte una prueba de ello, prometo concederte el don que me pidas.
-¿Cualquiera que sea mi deseo?
- Cualquier deseo tuyo será satisfecho, hijo mío; habla.
- Pues bien, quiero ver lo que ningún ojo humano ha visto hasta ahora: la esfera de cristal del Universo desde la ruta que recorres diariamente en la bóveda del cielo. Quiero subir sobre tu carro de luz y guiar un día entero tus veloces caballos.
Al oír tales palabras,
Febo se arrepintió de haber prometido que iba a acceder a cualquier petición de su hijo. No podía permitir que éste corriera el riesgo de una catástrofe, provocando un desastre irreparable.
-Hijo mío- exclamó el dios en tono persuasivo-: no tienes idea de lo que significa regir esos corceles para que no se aparten de la ruta fijada. Son caballos indómitos, que sólo la mano de un dios puede sujetar.
Faetón meneó la cabeza. Quería significar que ninguna razón podía apartarlo de su propósito. Debía
concedérsele lo prometido.
-¿No comprendes, hijo, que un solo momento de descuido, un instante de debilidad, hará que el carro se desvíe de la ruta? Un pequeño alejamiento de la Tierra provocaría la muerte de todos los seres vivos por falta de calor; una pequeña aproximación secaría los arroyos, los ríos, los mares y todas las fuentes que dan vida a las plantas, a los animales y a los hombres.
Ni los argumentos ni el tono doliente y persuasivo de
Febo conmovieron al terco joven.
-Quiero demostrar a los hombres que soy digno hijo del dios del sol. Estoy seguro de que guiaré con firmeza tus caballos.
Agotados todos los argumentos,
Febo recurrió a los ruegos y súplicas; pero Faetón mantuvo firmemente su decisión. La promesa debía ser cumplida.
A la hora señalada por
Zeus desde los tiempos más remotos, el carro del sol estaba listo para emprender la diaria carrera por el firmamento. En el momento en que el joven empuñó las riendas,
Febo, temeroso de lo que pudiera hacer su hijo, le hizo las últimas recomendaciones.
-Espero que
Zeus te dé fuerzas para mantener sujetos a los caballos durante la jornada entera. No descuides ni un instante las riendas. No te distraigas y, sobre todo, no trates de mirar hacia abajo.
Faetón ardía de impaciencia. Con las riendas en su puño firme, esperaba el minuto preciso del comienzo de la carrera. Estaba seguro de que el éxito coronaría felizmente su audaz empresa, logrando así la consideración y el respeto que le negaban los hombres.
Al comienzo, la carrera se desarrolló normalmente. Parecía que los caballos no habían advertido el cambio de auriga. El carro refulgente horadaba las sombras, y los caballos seguían la ruta acostumbrada.
"Ahora se despiertan los pájaros en sus nidos. A mi paso me saludan las aves con sus cantos. Todos los elementos de la tierra elevan hacia mí himnos de gracia. Ellos no saben, ni pueden imaginarse, que no es
Febo el que guía hoy el carro del sol".
Así iba pensando Faetón mientras los corceles, regidos por las riendas tensas, seguían por la ruta del cielo. El joven se imaginaba el espectáculo que a su paso se desarrollaba sobre la Tierra, cintas de ríos y arroyos
centelleantes, brillo de olas marinas, verde de praderas inmensas, juego de nubes y trabajo fecundo de hombres laboriosos. ¡Qué hermoso debía ser ese espectáculo visto desde las alturas! Y en un momento de debilidad, en un instante de olvido de las recomendaciones paternas, el inexperto auriga dirigió la mirada hacia abajo. Fue un momento, más breve que el zigzaguear de un relámpago. Una de las riendas quedó floja; uno de los corceles lo advirtió y se separó lateralmente; los otros fueron atraídos por el primero, y el carro se desvió de la ruta.
Faetón quiso enderezar el curso para tomar el rumbo cierto, pero sus brazos no tuvieron fuerza suficiente para ello. Los corceles siguieron apartándose, indóciles al puño que los regía.
Cuando el carro del sol se acercó a la Tierra, vastas regiones ardieron de súbito. Campos y ciudades fueron presa de las llamas, y en poco tiempo, cultivos, arboledas, aldeas y urbes se transformaron en ceniza. Grandes humaredas se elevaron al cielo, y Faetón se desesperaba al comprobar la inutilidad de sus esfuerzos. Aferrado a las riendas, veía con espanto que los caballos se alejaban ahora de la tierra. Un frío intenso sembró la muerte sobre vastas regiones. Ni plantas ni animales sobrevivieron en ellas. Los hombres corrían despavoridos en busca de los rayos del sol, pero éstos eran tan débiles por su lejanía, que el calor era insuficiente para mantener la vida.
Cuando
Zeus, advertido del curso irregular del carro del sol, vio desde su trono que era una mano inexperta la que empuñaba las riendas, tomó uno de sus rayos y lo lanzó al espacio.
El rayo golpeó en pleno pecho al audaz auriga, y éste soltó las riendas y se precipitó en el vacío. El carro del sol se detuvo un momento, y
Febo volvió a ocupar su puesto. Todo volvió a su quicio, la vida de la Tierra retomó su curso normal, y el desastre ocurrido asumió el carácter de un incidente pasajero. Pero en el país de Faetón persistió el recuerdo de su audaz empresa.
Ahora que sabes más de este mito, te invito a responder las siguientes preguntas:
1.-¿Cómo te imaginas a Faetón si viviera hoy?
2.-¿Qué características físicas tendría?
3.-¿Qué características psicológicas tendría?
4.-Escribe tu propio mito actualizado a esta época, cambiando los nombres y los lugares de la historia.
Recuerda usar tu imaginación y realiza un creativo mito.
¡¡¡ Animate, tú puedes !!!